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Jacques Mourad “El monje rehén” que bendijo a sus torturadores del ISIS fue nombrado arzobispo en Siria

Francisco aprobó la elección del padre Jacques Mourad como arzobispo de Homs de los Sirios. La misma fue realizada por parte del Sínodo de los Obispos de la Iglesia Patriarcal de Antioquía de los Sirios.

El padre Jacques Mourad es un monje y sacerdote sirio-católico. El Papa Francisco ya había dado su consentimiento para la elección del padre que fue secuestrado el 21 de mayo de 2015 por yihadistas del ISIS en el monasterio de Mar Elian, en Siria, en Qaryatayn, donde era párroco, y estuvo entonces cinco meses cautivo.

Nacido en Alepo, el religioso de 54 años hizo el Seminario Charfet en el Líbano donde obtuvo una licenciatura en Teología y Liturgia. Luego se unió a la Comunidad Monástica Siria de Deir Mar Musa Al-Abashi, de la cual es cofundador. Allí profesó sus votos el 20 de julio de 1993; luego, el 28 de agosto fue ordenado sacerdote e incardinado en la archieparquía siria de Homs. De 2000 a 2015 estuvo a cargo del Convento de Mar Elián y de la parroquia de Qaryatayn. Después de su secuestro, estuvo en los monasterios filiales de Cori (Italia) y Sulaymanyah (Irak). De regreso a Siria en 2020, fue hasta la elección vicesuperior y ecónomo de la Comunidad de Mar Elián.

El secuestro

El padre Mourad  escribió el libro «Un monje rehén. La lucha por la paz de un prisionero de los yihadistas» en el que cuenta su vivencia durante el cautiverio al que lo sometieron los yihaditas. Lo escribió en colaboración con el periodista Amaury Guillem, publicado en Italia por Effatà. Mourad considera ese tiempo en cautiverio una experiencia espiritual, “un regalo de Dios” para templar su espíritu. Al respecto destacó que fue el rezo del Rosario y las enseñanzas de Paolo Dall’Oglio (desaparecido en Raqqa desde su secuestro en 2013) lo que le dio fuerza y serenidad.

De aquellos días de violencia, acoso, privaciones, tortura psicológica y física, el padre Jacques recuerda su traslado a una prisión cerca de Palmira, después de los primeros tres meses de cautiverio en Raqqa, y su encuentro con 250 cristianos de su comunidad. Allí se les dijo a todos que serían devueltos a Quaryatein, que estarían sujetos a una serie de prohibiciones, pero que podrían celebrar Misa nuevamente porque no habían tomado las armas contra los musulmanes. Sobre aquello había dicho a los medios vaticanos: “Sobre todo, entendí que quien decide no practicar la violencia puede cambiar la actitud de quien está acostumbrado a tomar las armas. Nos hemos salvado gracias a nuestra vocación de cristianos, de testigos de la paz”.

Y agregó: “la confianza en el diálogo es un principio, no está ligada a la actitud de los demás. Detrás del terrorismo hay, por el contrario, una red política que usa todo para hacer el mal. No es una red inspirada directamente en el Islam, sino precisamente en un proyecto político”.

El religioso también ha afirmado que los cristianos debemos «eliminar esta forma de pensar, inspirada en cierta propaganda, según la cual todo musulmán es un terrorista». Y añadió: «hace falta más humildad y claridad en nuestra vida y en nuestras relaciones con los demás. Necesitamos leer profundamente el Evangelio para vivirlo bien”.

A pesar de que los yihadistas lo instaron a convertirse al Islam con un cuchillo en la garganta, él sacó fuerzas de la paz interior, la energía y la serenidad que emanaban de la oración: “Puedo decir que recibí regalos de Dios cuando vivía en prisión. No puedo olvidar la fuerza, el coraje, que me permitió mirar a estos yihadistas a la cara y transmitirles el amor de Jesús. En esas situaciones, Dios me dio sobre todo el don de una sonrisa, y fue algo que puso en aprietos a mis carceleros. Se preguntaban cómo era posible que un preso sonriera y ni siquiera yo podía explicar de dónde sacaba fuerzas. Tan pronto como comencé a rezar el Rosario, todo el dolor, todos los miedos desaparecieron”.

En aquel tiempo estuvo lleno de miedo y debilidad, pero rezó tanto que la odisea a la que se enfrentaba cada día en una amenaza permanente por ser decapitado, le permitió no abjurar de su fe. Asimismo sintió compasión por los yihadistas, a quiénes perdonó aferrado a la palabra de Cristo: “Bendecid a quienes os maldicen, rezad por quienes os ultrajan’”.

El padre Mourad fue secuestrado por los milicianos de Estado Islámico el 21 de mayo de 2015. Los yihadistas lo metieron en un coche y lo tuvieron en mitad del desierto durante cuatro días con los ojos vendados. “A pesar de los cantos logré mantener el silencio interior” cuenta el monje de esa experiencia donde se entregó a los Ave María sobre un fondo de cantos yihadistas permanentes. Así fue como “cuando iba por el tercer misterio del rosario sentí en mi corazón: voy hacia la libertad”. “Era como un grito que me llegaba desde el corazón, aparentemente contradictorio con su situación” destacó.

El domingo de Pentecostés lo llevaron a Raqqa, la capital del Estado Islámico. Allí le quitaron las vendas y lo confinaron junto con un seminarista, a un baño alumbrado solo por un pequeño ventiluz. Allí estuvo encerrado tres meses de forma inhumana Un carcelero les llevaba la comida e insultos como si fueran criminales. “Éramos blasfemos para él, infieles y nos trataba como  escoria”. Pero a pesar de la humillación, el sacerdote logró mantener la paz interior y la sonrisa. “Me esforzaba por sonreir al yihadista que traía la comida”. Y añade “era como sonreirle a un perro agresivo, pero yo lo hacía siempre. A los quince días, el carcelero comenzó a calmarse. Y en algún momento llegó a preguntarme si necesitaba algo”.

Uno de los momento más dramáticos de “la prisión del inodoro” fue, al octavo día, quizás el día D de su cautiverio. Llegó un hombre vestido de negro, con el rostro enmascarado, al que sólo se le veían los ojos como los que aparecen en los vídeos con el filo del sable sobre la nuca de prisioneros vestidos de naranja y puestos de rodillas. De gestos pausados, la figura se imponía con un halo de misterio. En ese momento pensó: “Este nos va a decapitar” y volvió a rezar avemarías.

Sin embargo el hombre de negro no sacó ningún arma y los saludó con un  “salam aleïkoun” (la paz con vosotros). Les preguntó a Mourad y al seminarista si eran cristianos, les dió la mano, se sentó con ellos y entabló con Mourad una conversación tranquila llena de preguntas teológicas referentes al cristianismo. Durante ese inesperado clima de confianza, el cura se animó a preguntarle al hombre “¿Por qué todo esto? ¿Qué daño hemos hecho?” a lo que el hombre de negro respondió: “Esta es una guerra.  Y en la guerra siempre hay víctimas. Tómese esta prisión como unos ejercicios espirituales”. Mourad se preguntó entonces mientras observaba aquellos ojos rodeados de negro por todas partes, quién sería aquel personaje que hablaba de teología, no tenía armas y ni siquiera llevaba guardaespaldas.  Al despedirse el hombre de negro les preguntó qué necesitaban; le pidieron ropa y objetos de higiene. Desapareció y nunca más lo vieron. Más tarde, los vigilantes habituales le explicaron que el misterioso hombre era el jefe del Estado Islámico en Siria. Pero el padre tuvo una certeza: “Desde ese momento mis oraciones, mis jornadas, adquirieron un sentido. Advertí que a través de él, era el Señor mismo quien me dirigía estas palabras”.

Jacques Mourad pensó dos veces en una muerte inmediata. Cuando lo flagelaron con un pedazo de manga y de cuerdas durante 30 minutos y cuando le pusieron un cuchillo en el cuello obligándolo a convertirse al islam: “Sentí en mi cuello el filo de la hoja del cuchillo y pensé que había comenzado la cuenta atrás para mi ejecución. En mi espanto, me encomendé a la misericordia de Dios”. A pesar del dolor físico y el terror experimentado, inexplicablemente sintió paz. “Sabía que compartía los sufrimientos de Cristo… pero no era digno de esa gracia” expresó.

Aquellas semanas encerrado en el cuarto de baño Mourad vivió cada día como si fuera el último entregado a la misericordia de Dios sin juzgar la situación ni renegar de su fe. El 4 de agosto los yihadistas tomaron Palmira y la ciudad de Qaryatayn, llevándose a la población como rehén. Doscientos cincuenta eran cristianos y fueron conducidos a Palmira. Y allí trasladaron también al padre Mourad.

“¿Eres tú el Padre Jacques?”, le preguntó un carcelero al sacarlo del cuarto de baño. “Ven conmigo” porque los cristianos de Al Qaryatayn nos han dejado la cabeza como un bombo de tanto hablarnos de ti!”. Mourad creyó que le iban  a decapitar. Pero no fue así, le metieron en una furgoneta y cuatro horas después llegaron a Palmira. “Ése fue un momento de sufrimiento indecible para mí, porque ví a los 250 cristianos sin hogar, enfermos, desnutridos. Pero para ellos, significó un momento extraordinario de alegría… porque pensaban que yo había muerto”, destacó.

Siguió entonces otro periodo de cautiverio pero con cierta movibilidad. De las cuatro opciones del Estado Islámico (matar a hombres y llevarse a mujeres y niños; convertirlos en esclavos; un rescate millonario o dejarles con vida, bajo el pago de una tasa) se les permitió la última. Pero tenían derecho a nada, aunque  Mourad y los demás estaban ya bajo su protección (‘ahl zemmé’), mediante aquella tasa especial, llamada jizya.

Eso le permitió a Mourad cierta libertad de movimientos, incluso pudo celebrar misa cada día en un sótano, asistir a enfermos y moribundos y bautizar a tres niños. Siempre que no causaran escándalo para los musulmanes, los cristianos podían celebrar sus ceremonias.

Cuando la vida en Al Qaryatayn se volvió imposible por falta de comida, agua y electricidad hubo cristianos que huyeron. Así, al cabo de un tiempo, Mourad decidió escapar luego de ponderar riesgos, ventajas e inconvenientes y también se cercioró de que pudieran fugarse otros muchos. En un sólo día lo hicieron 58 personas. Se disfrazó de mujer y huyó en una motocicleta con un amigo musulmán. Era el 10 de octubre de 2015, habían pasado 4 meses y 20 días desde que fue capturado. Recorrieron kilómetros con el miedo en el cuerpo, pasaron varios controles del ISIS, y lograron pasarlos.

Jacques Mourad es un hombre especialmente valiente. Pasó mucho miedo aquellos cuatro meses, bajo la amenaza constante de la decapitación, pero no nunca dudó de su fe. Al contrario, confiesa que el secreto de su fortaleza fue Santa Teresa de Jesús: “Una noche en la que no podía dormir, acosado por la rabia y la tristeza, recordé la oración de Santa Teresa: ‘Nada te turbe / nada te espante (…) quien a Dios tiene / nada le falta” compuse con esas palabras una especie de melodía, la canté y me llené de paz”.

La paz viene de la mano del perdón

Para el ahora arzobispo, la paz incluye la ausencia de rencor a sus secuestradores y torturadores. “Entré una vez en una sala grande y me dirigí a uno los secuestradores y le extendí  la mano. Se quedó de piedra. Pero luego me la agarró y me la estrechó. Fue un gesto espontáneo, no estudiado, sin espectáculo. Me salió de dentro” cuenta en su libro.

 

 

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