Opinión

Religiones y espacios públicos. Por Renée de la Torre y Pablo Semán

No hay nada más empobrecedor que permanecer inmune a los cambios sociales o a las transformaciones que se imponen a nuestra imagen de la sociedad y seguir aferrados a certezas que ni siquiera sabemos de dónde proceden o si resultan tan esclarecedoras como creemos. También, sin embargo, resulta empobrecedor no tener panorama, disfrazar de información el prejuicio, hacer coincidir nuestros preconceptos con aquello que vemos. En definitiva, seleccionar aquello que nos disgusta de un fenómeno para confirmar que ese fenómeno es, de por sí, negativo. Esto es, en efecto, lo que sucede cuando se repiten mantras que se han demostrado empíricamente falsos. Por ejemplo, que las religiones desaparecen inexorablemente o que no se encuentran vinculadas al espacio público. Pero el mundo es, como decía el escritor, ancho y ajeno. Incluso para los laicistas radicales que se oponen a la participación del mundo religioso en el espacio público –y que además lo observan como una novedad, cuando ha sido una constante histórica en sociedades pretendidamente secularizadas– resulta importante comprender los sucesos vinculados a los espacios religiosos.

¿Qué sucede con las relaciones entre religión y espacio público en la América Latina contemporánea? Hay tres problemas que atraviesan esa discusión. El primero es que las ideas de sentido común sobre el destino trágico de las religiones en la modernidad están cada vez más en cuestión. El segundo es que los razonamientos lineales impiden apreciar las múltiples conexiones que se dan entre formas de religiosidad y formas de articulación política, reduciéndolo todo a una secuencia lineal que oculta la intolerancia de lo mismo que aparenta afirmar: el pluralismo en el campo religioso es, en el presente, uno de los hechos más notables de la vida sociocultural de América Latina, pero también plantea nuevos dilemas y retos políticos. El tercero tiene como ejemplo el caso de los evangélicos, pero vale para todos los grupos religiosos y su relación con lo público: las narrativas homogeneizantes y deshistorizadas deben ser cuestionadas para no imitar con ellas lo que supuestamente se quiere combatir.

Religión y secularización

El concepto de secularización asociado con el declive religioso nació de una visión de la modernidad que la entendía como trayecto único y teleológico. De aquella concepción no podía sino derivarse una fórmula falaz: a mayor modernización, mayor secularización. Esta última era entendida como el progresivo debilitamiento de la esfera religiosa hasta llegar a la desaparición total de la religión en sí. Bajo esta formulación se entendía que la modernidad era capaz de resolver los problemas humanos y, por tanto, los individuos requerían de menos religión. La religión se iría encogiendo y privatizando, mientras que se expandiría la mundanidad en la vida de las instituciones religiosas. Aunque estas posiciones cobraron fuerza durante los 70 y los 80, fueron siendo abandonadas por sociólogos y antropólogos que detectaban que la realidad no se correspondía con las premisas planteadas. Muchos de ellos asumieron que la secularización podía ser incluso un fenómeno geográfico y espacial determinado: estaba presente solo en algunos continentes. A lo largo de las últimas décadas diversos hechos desmintieron la idea de la secularización que, ironías mediante, había sido vendida como una profecía religiosa. Países como Turquía, EEUU o Brasil evidenciaron que las religiones se resisten a ausentarse del espacio público. Frente al fracaso de las “teorías de la secularización”, otros grupos pretendieron oponer una perspectiva absolutamente antagónica. Según ellos, se estaría haciendo patente un “retorno de la religión”, entendido como una revancha en la que lo religioso volvía con fuerza, motivada por reconquistar lo perdido.

Sin embargo, frente a ambas posiciones, existe una explicación más actual, que conduce a la reelaboración del concepto de secularización, explicando que, así como las religiones se secularizaron internamente, las agencias seculares de la modernidad producen y ponen en competencia vías de producción de trascendencias y consagración. Esto derribó el muro divisorio de la supuesta laicidad que contenía lo público (el Estado) y lo privado (la religión y las iglesias).

La redefinición del concepto de secularización aportado por la socióloga francesa Daniéle Hervieu-Léger ayudó a salir de la oscilación entre el fin y el retorno de la religión. Tal como sostuvo en su libro, de 1986, “Hacia un nuevo cristianismo. Introducción a la sociología del cristianismo occidental”, la modernidad no es “la desaparición de la religión confrontada a la racionalidad”, sino la “reorganización permanente del trabajo de la religión en una sociedad estructuralmente impotente para colmar la espera que tiene que suscitar para existir como tal”. Es en el contexto de esta acotación donde se da el espacio para una formulación más precisa y actual de los conceptos de secularización y religión. La concepción que se atiene a la historicidad de lo social da lugar a una puesta en suspenso de categorías como “religión” o “secularización” para interrogar su surgimiento como procesos sociales y su uso como conceptos teóricos, tal como lo propuso en 2003 el antropólogo saudita Talal Asad, en su libro “Formaciones de lo secular. Cristianismo, islam y modernidad”.

Asad introduce la perspectiva antropológica y poscolonial en un terreno social que parecía patrimonio exclusivo de expresiones de la ciencia política y la filosofía, que no habían hecho un proceso reflexivo sobre la implicación entre normatividad y descripción presente en sus modelos. De esta manera podemos reconocer que tanto la “religión” como la “secularización” resultan un invento de la modernidad, son constructos sociales. La referencia a lo sagrado en otros contextos históricos lleva varios nombres, pero esas religiones no constituyen lo mismo que el dominio autónomo de la religión, que como el de la economía, la política o la ciencia, emerge con la modernidad.

La noticia es que el predominio del catolicismo declina en las culturas y sociedades latinoamericanas. Aun así, América Latina no constituye un territorio homogéneo y las particularidades históricas siguen jugando un rol importante en los procesos de pluralización del campo religioso en las sociedades de la región.

La laicidad, que implica el funcionamiento de la secularización en el ámbito de las relaciones entre política y religión, y su mediación, el espacio público, se ve drásticamente cuestionada y redefinida. Esta situación llama a repensar el concepto de secularización y, con él, a buscar alternativas de laicidad para nuevas sociedades plurales.

Pluralismo y diversidad

La mención del par religión – espacio público evoca una serie heterogénea de relaciones en las que se establecen tanto fronteras como porosidades entre campos especializados; pero también estos acercamientos despiertan tensiones, enfrentamientos, alianzas e identificaciones entre los Estados, los grupos religiosos y los activistas que conforman la sociedad civil. El resultado acumulado de las transiciones democráticas, las emergencias críticas frente al neoliberalismo, la radicalización antidemocrática y antihumanista de las derechas y de los populismos, la transformación de las agendas públicas con fuerzas políticas y sociales que asumen las cuestiones ligadas al ambiente, a los derechos de los pueblos originarios, a las batallas por la igualdad de género y al reconocimiento de la diversidad sexual, son concomitantes con la diversificación e intensificación de los activismos religiosos.

Esto provoca crisis en al menos cinco situaciones diferentes y contrapuestas:

(a) cuando existe una tendencia a la diversificación religiosa que no va de la mano de una cultura pluralista (de respeto y reconocimiento positivo a la diversidad religiosa), que promueva el derecho a las libertades religiosas y a las reglamentaciones para prevenir o combatir la discriminación religiosa;

(b) cuando los distintos grupos religiosos entran en juego en la esfera pública para conquistar espacios desde donde imponer sus credos y doctrinas. Esto contribuye a hacer de la laicidad (entendida como ordenamiento jurídico y de separación de la religión y de la política) un campo de tensiones complejo y en disputa entre las iglesias y el Estado;

(c) cuando las religiones buscan extender su dominio religioso como imposición de valores morales en la esfera pública de la política formal y, en nombre de la libertad religiosa, amenazan la libertad de conciencia y pretenden condenar, prohibir o censurar las demandas de libertades y los derechos humanos de los movimientos sociales de otras minorías antagónicas (de género, raciales, o étnicas);

(d) cuando la formación de la voluntad política mayoritaria se compone con la fuerte presencia de ideologías religiosas que conquistan el poder para promover la restricción democrática apuntando a su perpetuación y se posicionan contra las identidades, derechos y reivindicaciones de ciudadanos que no comparten esas ideologías;

(e) cuando la ambición de los políticos ve una mina de oro en las religiones (manipulación de recursos simbólicos, negociación clientelar con líderes religiosos por votos acarreados, justificación divina de decisiones políticas) para incrementar o afianzar su popularidad.

Las iglesias evangélicas y América Latina

El continente latinoamericano solía aparecer en los atlas de religiones mundiales como un territorio católico. Sin embargo, en los últimos años se ha verificado un rápido descenso de la catolicidad, a la vez que un crecimiento de distintas expresiones del llamado mundo evangélico. Las iglesias evangélicas, grandes protagonistas de este cambio en la cristiandad, son diversas y heterogéneas, aunque su actor más activo sea el movimiento pentecostal, tal como se puede apreciar en Centroamérica y Brasil. Mientras buena parte de la población observa “lo evangélico” como un fenómeno homogéneo, la sociología y la antropología religiosa demuestran más bien lo contrario: su heterogeneidad.

En el contexto de una América Latina cambiante y en tensión, algunas iglesias pentecostales y alianzas de iglesias pentecostales y evangélicas se sintieron amenazadas por los movimientos feministas y LGBTI, y decidieron enfrentarse a ellos en el ámbito público. En ese terreno, fueron incrementando su interés por “hacer política”, e incluso se radicalizaron como la “nueva derecha cristiana”, o bien adquirieron tendencias conservadoras que hoy abren una nueva ronda de disputas por el reconocimiento plural de la diversidad religiosa. En una parte importante de América Latina, el giro conservador evangélico es una realidad o una probabilidad. Faltan preguntas en los cuestionamientos al papel de las iglesias: ¿piensan sus fieles lo mismo que quienes las dirigen? ¿Acuden a los cultos religiosos por las posiciones políticas de los pastores o por otras cuestiones? Una parte de la intelectualidad progresista omite estas preguntas y junta a los fieles bajo la categoría de “evangélicos” pretendiendo decir “derecha”. Si los feminismos son diversos, también lo son los evangelismos. Si las izquierdas son diversas, también lo son los evangelismos. Si los liberalismos son diversos, también lo son los evangelismos.

En la viña evangélica también encontramos versiones pentecostales progresistas que han sido influidas por las demandas de sectores minoritarios, como son los movimientos evangélicos feministas dentro del pentecostalismo, o el papel que ha tenido en las iglesias inclusivas que abrigan al movimiento LGBTI en distintos países de América Latina. Estas iglesias, si bien son minoritarias, han transformado su identidad teológica y litúrgica en torno de las identidades de la diversidad sexual, flexibilizando sus sistemas morales. Asimismo, se verifican imbricaciones entre denominaciones: iglesias pentecostales que han ido incorporando elementos culturales y sociales progresistas de otras denominaciones cristianas, así como iglesias luteranas, bautistas y metodistas más asociadas al progresismo.

Pero no es la existencia de estas corrientes progresistas dentro del mundo evangélico la que debe salvar a las ciencias sociales del cultivo de una creciente evangelicofobia que se legitima con una imagen parcial y autocomplaciente del proceso que comprometió a Jair Bolsonaro con una parte importante de los evangélicos. Lo que será decisivo para que las ciencias sociales puedan desplegar una mirada certera sobre los fenómenos religiosos, y sobre los evangélicos en particular, es una visión compleja, atenta a los procesos, a las contingencias, a las heterogeneidades.

En el momento actual, no es aceptable hablar de una sola vía para alcanzar la modernidad, ni siquiera de un mismo modelo de modernidad. Lo que comparten todos los países de la región es la situación periférica respecto a los accesos a una modernidad económica trazada desde los centros del poder colonial. Debido a ello, desde el Sur o desde las periferias latinoamericanas, distintos movimientos religiosos han contribuido a generar proyectos alternativos nacionales e incluso regionales. Pero también cobran vigencia pequeños colectivos que conforman redes no tan visibles en torno de espiritualidades alternativas, que generan nuevos estilos de vida, construyen horizontes utópicos de modernidades descolonizadoras y promueven nuevos espacios públicos en torno de lo “sagrado femenino”, de la naturaleza como ser con derechos, del respeto a los territorios sagrados y del derecho de las poblaciones originarias a sus territorios y cultura.

 

Fuente HoyDía

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