Opinión

La muerte del niño como desvinculación de la fuente de Vida

                                                                                   

Por Silvina Batallanez

En el artículo «¿Dónde está Dios?» , el sacerdote y escritor británico Tom Ravetz cuenta: “El filósofo judío Elie Wiesel relata de su tiempo en el campo de concentración de Auschwitz lo siguente: ‘Un joven muchacho fue colgado en la horca como ejemplo por una rebeldía insignificante. Todos los prisioneros debían observarlo. Detrás de sí Elie Wiesel oyó que alguien preguntaba: ‘¿Dónde está Dios?’ Y en su interior oyó una voz que respondía: ‘Dónde está Él’ Allí, colgado”.

El asesinato brutal precedido de abusos sexuales y tortura del pequeño Lucio Dupuy a manos de su propia madre y su pareja, demuele los sentimientos de cualquier persona y nos induce a la pregunta sobre la existencia de lo divino. Más allá del dolor físico al que fue expuesto con las aberraciones sufridas, la herida más cruel que flagela el alma del niño es la inentendible e infinita traición: ser sometido a la crueldad de quien fuera su promesa de calidez; su puente suave de leche tibia y aliento dulce para el viaje desde su estrella a este planeta tangible, donde debía desplegar sus talentos. Aquella que fue elegida para ser su punto de encuentro con el mundo, lo condena al sometimiento y a la más terrible vejación. No existe dolor más grande y cruel que sentirse rechazado por la mujer que suponía la confianza en esta vida, la conciencia del Amor. Así y todo, un niño pequeño observa con mirada límpida  a “esa mujer” que ha perdido el rumbo hacia el hogar santo del alma al escuchar las voces del infierno a través de la carne, para sacrificar -ni más ni menos- a la carne de su carne.

Frente a este averno, la imagen creada por la artista plástica Lorena Aimar, parece desear expresar y rescatar lo bueno, bello y verdadero que surgía de los ojos claros y la sonrisa luminosa de Lucio. Su obra lleva como epígrafe la cita de Mateo 19:14, donde Jesús dice: «Dejen que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino de los cielos». En este versículo el Hijo del Hombre les dice a sus seguidores que deben recibir a los niños con amor y cariño, porque ellos son parte del Reino de los Cielos.

En otros pasajes del nuevo testamento, Jesucristo –una y otra vez- menciona a los niños como fuente y camino hacia el cielo. Porque en la inocencia reside la luz que ilumina sin enceguecer y la felicidad que genera paz.  El corazón de un niño es el albergue para que descanse la mente afiebrada del adulto. La pureza de un niño envuelve dulcemente toda la oscuridad y rigidez de la tierra; en ellos late toda sanación y oportunidad de redención. Por eso, rechazarlos e infligirles dolor y sufrimiento es cerrarse uno mismo las puertas del cielo que no es otra cosa que la oportunidad de vivir en plenitud.

Volviendo a la triste anécdota de Wiesel, este tipo de acontecimientos nos ponen frente a la pregunta que alguien hizo al ver la injusticia para con el muchacho colgado, porque la maldad no cesa en el daño directo, sino que busca -a través de la exposición y propaganda de la crueldad- socavar la fe, esa espada y escudo crucial para no caer bajo los sopores del miedo y el desaliento que nos separa de lo divino, robándonos así nuestro verdadero destino: la voluntad del creador de que estemos completamente a salvo, libres de la ansiedad que nos lleva a ir detrás de todo tipo de sustitutos de la felicidad (ilusiones), que nunca son suficientes y nos empujan al abismo hasta que la existencia se convierte en “la insoportable levedad del ser”.

Frente a esto, vale la pena leer otro de los pasajes del artículo escrito por el sacerdote: “En el siglo XX se ha perdido la antigua certeza de que ‘Dios ya impedirá que pase lo peor’. La pérdida de la imagen del Dios que en su omnipotencia nos protege, hace parecer el mundo más peligroso. Sin embargo sabemos que a través de la pérdida de representaciones estancas a menudo se hace posible un acercamiento mayor a la verdad. Del mismo modo que no podemos reprocharle a alguien que no responda a la imagen que nosotros nos hemos hecho de él, tampoco podemos reprocharle a Dios que no sea como nosotros esperamos”.

El prelado nos sumerge así en las aguas profundas del pensamiento intelectual que ha llevado a la humanidad a ser más cruel que nunca a medida que evoluciona en su tecnología para mejor calidad de vida corporal. Al respecto menciona: “El pensador Juan Mascaro caracteriza el materialismo actual con las siguientes palabras: ‘De acuerdo a la cosmovisión que prevalece en la actualidad, todo es materia y energías vinculada a ella; y de la materia surgen de alguna manera la vida y la conciencia.’ Esta es la premisa de la humanidad moderna. Recién en el siglo XX esta forma de pensar se difundió entre las personas de formación superior. Ahora es casi generalizada la opinión de que solamente nosotros en todo el universo somos seres pensantes, que nuestra vida es el resultado casual de reacciones químicas y físicas y que la idea de un alma o de un Dios individual es tan solo una ilusión. Ya casi no nos damos cuenta cuán desconsolado se torna el mundo si no vinculamos su origen a un acto amoroso de un Creador”.

Lamentablemente, cuando el desconsuelo se convierte en ira, adquiere muchas formas de destrucción, ya sea hacia uno mismo y/o en detrimento de otros. Es aquí que Ravetz nos vuelve a interpelar: “En qué cambia mi vida cotidiana por el hecho de que un dios haya creado al mundo? Que Dios haya tenido un propósito con Su creación significa que nada es pura casualidad. Pues con Su propósito no se relaciona sólo Su voluntad de comenzar la creación, sino también una dirección, una esperanza para su evolución. Nos hallamos en un viaje desde un principio hacia una meta. Si comenzamos a comprender el propósito creador divino, entonces lo hacemos también con el sentido de nuestra propia vida”.

El pequeño Lucio y su cruel final terrestre quizás sea otra de sus ofrendas; una oportunidad para que tratemos de ver en nosotros qué nos separa de la fuente divina haciéndonos partícipes directos o indirectos del sufrimiento del mundo. Su madre desestimó el regalo y lo abandonó a las garras de quien era dependiente en nombre de la “libertad”, esa palabra tan maltrecha por las interpretaciones de la mente materialista que supone que todo comienza y termina en un cuerpo, y con ello genera – la mayoría de las veces sin saber (por eso Jesús dice en la Cruz: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen»)- el infierno tan temido y la muerte de Dios, aquí y ahora, en la Tierra, dando lugar a todo tipo de enfermedades del cuerpo, la mente y el espíritu.

 

 

 

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