Cristianismo

La fe que salvó del alcohol y las drogas al rey del terror

Todos tenemos miedo. Estos nos pueden llegar a paralizar, pero también a cometer grandes errores. No hay, sin embargo, peor miedo que el terror imaginado, lo que pensamos que puede ocurrir y no existe más que en nuestra cabeza. Los libros de Stephen King nos enfrentan a nuestras pesadillas, pero también al monstruo que habita dentro de nosotros mismos, del que no nos podemos apartar. La editorial Cúpula publica ahora en España el mayor compendio sobre su vida y obra, para celebrar su 75 cumpleaños, por uno de sus mayores fans, Bev Vincent. En él nos introduce a un aspecto poco conocido del escritor, como es la fe que ahora ha encontrado.

En una de sus pocas entrevistas, la extensa que concedió a la revista Rolling Stone en el 2014, King cuenta que no sólo fue alcohólico gran parte de su vida, sino también adicto a la cocaína. La sorprendente revelación que hace en esa entrevista es que dejó la droga y la bebida por la fe que tiene ahora en Dios.

El problema de King con el alcoholismo era conocido por muchos, pero nadie sabía de su adicción a la droga durante ochos años, ya que era un escritor de éxito y hombre de familia. En la entrevista que lo desvela, dice también que su libro Misery es sobre la cocaína (“Anne Wilkins es la coca”). Abandonado por su padre a los 2 años, la vida de King está marcada por esa sombra oscura que le ha hecho sentirse dominado por los miedos. Y desde los 18 años no paró de beber.

La fuerza que tiene el mal en las novelas de King viene sin lugar a duda de su educación cristiana. Creció en la iglesia metodista, yendo al culto cada domingo y a una escuela bíblica de verano. Cuando estaba en el grupo de jóvenes de esta iglesia protestante le surgieron las dudas cuando le enseñaron que los católicos irían al infierno por su idolatría. Su tía Molly se convirtió a la iglesia de Roma, al casarse con un católico. Tenía once hijos y uno de ellos era muy amigo de Stephen. Esto le apartó de la fe, hasta su redescubrimiento en medio de la adicción.

El otro King

El libro de Vincent es una “gran celebración de la vida y la obra del gran maestro del terror”, que recorre cronológicamente cada libro y le deja hablar a él mismo en sus escasas entrevistas. Cuenta cómo escribe a mano después del accidente que casi le costó la vida. Nos explica su prolífica obra, al redactar por lo menos diez páginas al día, lo que no le impide estar al tanto de los libros, películas, series y discos que conforman la cultura popular actual. Sorprende la generosidad con que expresa su entusiasmo por el trabajo de otros y la oportunidad que da a jóvenes promesas para adaptar cualquiera de sus historias por el simbólico coste de un euro. Lo que explica la gran cantidad de adaptaciones que hay de historias suyas. Y todavía tiene tiempo para escribir tuits contra las armas, Trump o la transfobia.

Hoy está de moda hablar de King, pero por mucho tiempo se le ha considerado un autor comercial de dudoso gusto, que hacía libros de género que no servían más que de burdo entretenimiento para adolescentes descerebrados. Confieso que yo mismo pensaba así, hasta que me empezó a extrañar cómo el prestigioso escritor argentino Rodrigo Fresán alababa El resplandor como “la gran novela americana” en el suplemento cultural del conservador diario ABC. Me di cuenta, entonces, que nunca había leído un libro suyo para poder juzgar por mí mismo.

King ha pasado de ser “el rey del terror” a convertirse en el autor de “la gran novela americana”. Como pasó con Hitchcock, “el mago del suspense”, si no fuera por ciertos críticos franceses, nunca habría llegado Vertigo (1958) a ser considerada la mejor película de la historia del cine, desbancando a Ciudadano Kane (1941). Si a principios de este siglo, el autor del canon, Harold Bloom, despreciaba a King cuando recibió el premio de la Fundación Nacional del Libro estadounidense en 2003, ahora son medios tan prestigiosos como The New Yorker o el The New York Times Book Review los que reivindican la obra del autor de Maine.

Fue gracias a amigos como Julio Martínez o Mario Escobar que descubrí que King era algo más que “el rey del terror”. Hay un lado de él muy sentimental, lleno de relatos nostálgicos sobre una infancia perdida. Como me ocurre con el cine de Hitchcock –quizás el único nombre que se me ocurre, cuando me preguntan cuál es mi director favorito–, la verdad es que no sabría decir qué libro o película de King prefiero, si novelas como La zona muerta, 22/11/63, It y El resplandor, o películas como Cadena perpetua (Rita Hayworth and the Shawskank Redemption), La zona muerta, La milla verde, Cuenta conmigo (Stay By Me) y El resplandor.

El monstruo que hay dentro de mí

Como dice Fresán, hay tres tipos de espectadores de El resplandor (1980) de Kubrick: los que sólo han visto la película; los que han leído la novela, fijándose en los cambios; y los que, como yo, “pasaron de la colorida oscuridad del cine a hospedarse en el blanco y negro de las letras”, que recorren ahora los pasillos del hotel Overlook. Cada vez más creo que la vieja pregunta de qué es mejor, el libro o la película, no tiene sentido. Un libro no es una película, ni una película un libro. Son dos cosas distintas.

Hay grandes diferencias entre la película de Kubrick y la novela de King, sobre todo el final. En el libro no aparece el famoso laberinto, tan importante para la película. Kubrick además inicia el relato con la llegada al hotel. No sabemos nada de lo que pasó antes. Jack Torrance (Jack Nicholson), es un alcohólico, como King, que trata de superar su fracaso como escritor. Aprovecha su trabajo de vigilante de este hotel fuera de temporada para dedicarse a una nueva novela. Se traslada allí con su esposa Wendy (Shelley Duvall) y su hijo (Danny Lloyd), al que ha maltratado en el pasado, pero que ha desarrollado una sensibilidad excepcional que manifiesta con un amigo imaginario que sitúa en su dedo índice.

King odia la película de Kubrick porque no es su libro. Lo que pocos saben es que tampoco es una historia original de King. El resplandor nace de un relato corto del malogrado autor de La roja insignia del valor, Stephen Crane (1871-1900), que publicó pocos meses antes de fallecer a los 28 años. El hotel azul (1898) viene de un episodio que vivió en Lincoln (Nebraska). Trata de un grupo aislado en un hotel de alta montaña, entre los que se encuentra un desequilibrado. Rechazado por las principales revistas del momento, Harper´s y Collier´s, Crane lo publica en un libro titulado El monstruo y otras historias. King lo conoce como profesor de literatura, ya que ha influenciado relatos como Los asesinos,de Hemingway, que utiliza incluso el mismo nombre del personaje de ‘El Sueco’. El protagonista de King y Crane tienen la convicción de que en una de las habitaciones del hotel hubo un asesinato. Lo que relaciona con la foto que le enseña el propietario de su hija fallecida –llamada curiosamente Carrie, como la primera novela de King, llevada al cine por Brian De Palma–. Por si esto fuera poco, el desenlace es en un lujoso bar, donde ‘El Sueco’ departe amistosamente con un camarero. Todo muy reconocible.

Como algunos han dicho, esta no es una historia de terror, sino sobre el terror. No sólo la película fomenta la posibilidad de que las manifestaciones no sean reales, sino fantasmas de la imaginación delirante de Jack, desatada por su alcoholismo y su locura, o las fantasías infantiles de Danny. El libro mismo, dice Kubrick a Michel Ciment, que le gustaba por “la manera en que Stephen King mantenía en la novela cierta ambigüedad en lo referente a las percepciones de Jack Torrance”. Los monstruos no están fuera de ellos. Habitan en su interior. Y como Freud decía, traen la sombra del padre.

«Eso» que nos da miedo

En Eso (It), Stephen King no sólo quiso reflejar la cultura del miedo que había en los 80, sino el fin de la inocencia que acompaña a la generación de los 60, tras el asesinato de Kennedy. Este grupo de niños en la idealizada América de los años 50 se reencuentra a finales de los 80, para enfrentarse a sus propios fantasmas, aunque tengan forma de un siniestro payaso.

Este es uno de esos libros íntimos de King, llenos de recuerdos de esa infancia perdida, que sitúa en el territorio familiar de Maine. Los escenarios de la historia se pueden incluso localizar en el pueblo donde todavía vive, Bangor. Allí están todavía los yermos de los Barrens –donde se forma el club de los perdedores–, la estatua del Gigante –la figura del legendario leñador del folclore estadounidense llamado Paul Bunyan–, el canal y la torre del depósito de agua. La idea de King desde el principio era desvelar ese monstruo oculto que hay en las entrañas de un pueblo tan tranquilo y apacible como Derry, prototipo de la pequeña localidad de la América profunda en que se desarrollan muchas de sus historias.

El payaso es sólo una de las formas que toma Eso (It). Como los “boggarts” de Harry Potter, “toma la forma de aquello que más miedo te da”, por citar a la siempre precisa Hermione. O sea, asume la apariencia de lo que más aterroriza a la persona con la que está en contacto. En la década de los 50, cuando se desarrolla la primera parte de la novela, toma la forma de los monstruos del celuloide clásico, como el hombre lobo, la Momia, Drácula o Frankenstein, lo que aterrorizaría a un niño entonces.

Es obvio que está hablando de los miedos que todos tenemos desde la infancia. De ahí que los crímenes sean las desapariciones y asesinatos de niños, que nunca son resueltos. La única chica de los siete que forman el club, Bev, esconde los abusos que forman la historia oculta de esa América respetable, que alberga la pobreza de familias como la suya. Ella no es sólo el medio de iniciación sexual de estos niños, sino que reproduce la figura del padre abusador en un marido que continúa violándola en ese trágico círculo del mal, que se perpetúa continuamente.

“Yo creo en el mal –dice King ahora–, pero toda mi vida dudaba si había un mal fuera de mí, una fuerza en el mundo dispuesta a destruirnos desde dentro, individual y colectivamente. O si venía de dentro, genéticamente, como parte del medio ambiente.” Ahora no tiene dudas: “El mal está dentro de nosotros. Cuanto mayor te haces, ya no piensas en una fuerza exterior diabólica. Viene de la gente. Y si no nos enfrentamos a ello, tarde o temprano, acabará con nosotros.”

Viaje en el tiempo

La novela de King por la que tengo más apego sentimental es la que lleva la fecha en que murió JFK, 22/11/63. Aquel día no sólo murieron los sueños de su generación, la de los 60, sino que muchos descubrieron lo irreparable de la vida. En ella observa que “el pasado es obstinado”. Esa soleada mañana en Dallas, hace ya más de medio siglo, parece que todo se arruinó sin remedio. Ahora que hay tantos libros de historia alternativa, el “maestro del horror” –cada vez menos terrorífico y más sentimental, a medida que se va haciendo mayor y aumenta la nostalgia–, no se resiste a preguntarse “qué hubiera ocurrido si…”, para enfrentarnos a la realidad de un tiempo perdido.

El protagonista de este libro, Jake Epping, es un profesor de literatura en un pequeño instituto de Maine, cansado de su trabajo, recién divorciado y sin hijos, no hay nada que le mantenga en este mundo. Hastiado de la vida, se encuentra con esta “madriguera del conejo de Alicia”, que como el armario de Narnia le traslada a ese mismo lugar en 1958, con sólo bajar a la despensa de la cafetería, donde venden hamburguesas al precio de hace medio siglo. No es una máquina del tiempo al estilo de H. G. Wells, sino que te lleva siempre al mismo día y a la misma hora. Sea cuánto sea la duración de la estancia, si uno regresa, no habrán pasado más de dos minutos de su vida actual. Y cada nueva visita, se vuelve a la situación inicial. Eso sí, uno lleva la edad y salud que tiene. En el momento que se vuelve, uno se desplaza a la situación del principio, como un ordenador que se reinicia.

Si uno volviera al pasado, ¿podría salvar a Kennedy, a su hermano, o a Luther King?, ¿evitar los choques raciales?, ¿poner fin a la guerra de Vietnam?, ¿salvar la vida de millones? El 22 de noviembre de 1963 no es para la mayoría el día que murió C. S. Lewis o Aldous Huxley, sino el fin del “sueño americano”. Cuarenta mil libros se han escrito ya sobre Kennedy, pero lo que a King le interesa es algo mucho más personal: ¿tiene nuestra vida remedio, después de todo? Si en La zona muerta (1979), un maestro de escuela, por un accidente, puede ver el futuro de las personas a las que toca, 22/11/63 entiende que la clave de nuestra vida está en el pasado.

El amor que nos salva

Si en la obra anterior de King lo sobrenatural nos presenta un horror inexplicable que irrumpe en la realidad cotidiana, en esta novela, “lo cotidiano contiene el horror como algo real y familiar –dice el The New York Times–, indiferente a las vidas humanas e inescapable: es el tiempo”. Frente a él, el autor es “profundamente romántico sobre la posibilidad real del amor, pero pesimista sobre todo lo demás”.

El “22/11/63” nos desvela un mundo oscuro, pero confía en el poder redentor del amor. Hay una sólida y emocionante historia de amor en el corazón de este libro, que es el encuentro de Epping con una bibliotecaria, Sadie. Recuerda el romance del protagonista de La zona muerta con su colega. Es como si King nos dijera que sólo el amor puede hacernos recuperar el tiempo perdido y darnos el porvenir.

De principio a final, la Revelación nos muestra una Historia de Amor por la que Dios se propone salvar al mundo por Jesucristo. Un amor sacrificado que se enfrenta al egocentrismo del corazón humano. Cuando la Biblia nos habla de amor, se mide, no por cuánto quieres recibir, sino por cuánto estás dispuesto a dar. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su único Hijo” (Juan 3:16).

Dios es amor (1 Juan 4:8), porque la vida que hay en Él se basa desde la eternidad en la relación de amor de un Dios en tres personas. Al ser hechos a imagen de Dios, no podemos encontrar en el dinero, la comodidad y el placer de este mundo una vida que realmente nos satisfaga. Es el poder redentor del amor el único que puede sanar todas nuestras heridas. Es el amor que nos salva, el que nos da vida eterna.

 Fuente: Por José de Segovia, EvangélicoDigital

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